Supongamos el siguiente escenario. Un cirujano conduce por una de las vías de circunvalación de Madrid dentro de su jornada laboral. Recibe una llamada de un colega que debe acometer una operación de urgencia en un hospital en Tanzania. Juntos valoran el caso y acuerdan que el cirujano en Madrid dirigirá la operación y su colega en Tanzania la ejecutará. Uno, aportará el conocimiento especializado. El otro, aportará la destreza física. El cirujano en Madrid se detiene en un lugar seguro de la vía. Ambos activan la cámara de sus móviles para mejorar la observación del paciente, la comunicación y la acción.
El relato precedente muestra lo mejor del género humano y de la profesión médica. Es posible que el lector haya imaginado en qué aplicación del móvil activaron las cámaras. Quizá lo haga a menudo para conversar con su hija, que está “de Erasmus”.
Sin embargo, este mismo relato contado pocas décadas atrás –cuando, quizá, el lector tenía la edad de su hija- habría sido considerado ciencia-ficción. El teléfono estaba anclado a la pared. Las pantallas estaban encajadas en unos muebles de considerable tamaño llamados televisores. Las cámaras que emitían en tiempo real eran objetos muy especializados y estaban situadas en estudios de grabación.
El ser humano lleva siglos tratando de alejar el lugar en donde piensa, planea y toma decisiones del lugar donde estas se ejecutan y producen los efectos deseados. Ha usado señales de humo desde colinas para advertir de invasiones y movilizar ejércitos. Ha empleado el telégrafo del siglo XIX para dirigir compañías cuyas operaciones cubrían un continente. La invención de la radio amplió los límites desde el país o continente a todo el globo. Las recientes tecnologías de la información han “exponenciado” este alcance y también su capilaridad. Esta tendencia, que podemos llamar “remotización”, ha sido constante durante toda la historia de la humanidad.
«Ha sido una verdadera sorpresa que haya hecho falta una pandemia para que la sociedad descubriese el trabajo de forma remota»
Para muchos de los que nos dedicamos al cometido de proporcionar estrategia de TI a nuestras compañías, ha sido una verdadera sorpresa que haya hecho falta una pandemia para que la sociedad descubriese el trabajo de forma remota. Que se debata sobre sus ventajas y desventajas, que se legisle al respecto, que las compañías se planteen invertir más en ello.
Sorprende porque la “remotización” de la entrega de productos y servicios se ha sublimado en las últimas décadas. Queremos productos y servicios no importa qué, no importa dónde, no importa cuándo. Queremos nuestro paquete de Amazon en la casa rural donde pasamos unos días; queremos la pizza en el parque donde estamos con nuestros amigos; queremos atención médica de urgencia de la máxima calidad durante nuestro safari en África.
Aunque quizá no seamos conscientes de que esto supone que un profesional médico deba detener su automóvil en un arcén para atendernos. Aquí radica realmente el problema. Qué tipo de “remotización” del trabajo requiere o va a requerir la exacerbada “remotización” de la entrega de productos y servicios.
El debate actual sobre el teletrabajo está asumiendo que teletrabajar es trabajar desde casa. En estos términos, lo que se está debatiendo es sobre medidas de conciliación. No se está hablando de tele-trabajar sino de lo contrario: de cuándo y cuánto está admitido no trabajar.
Poder atender a los hijos, poder poner la lavadora, poder hacer una rápida bajada al súper, poder atender a un familiar enfermo, etcétera, pueden ser circunstancias ante las cuales la empresa desee ser flexible con sus empleados. Pero conviene ser consciente de que todas ellas son circunstancias que interrumpen la jornada laboral.
«Seamos conscientes de lo que la exacerbada “remotización” de la entrega de productos y servicios nos reclama cuando estamos en el rol de trabajadores, y no en el de clientes»
La empresa puede aceptar este coste o esta inversión porque obtiene un retorno. Por ejemplo, en atracción y fidelización del talento. Puede ser también algo pactado como una forma de retribución en especie. Pero, sea lo que sea, esto no es teletrabajar; esto es cuándo y cómo no trabajar.
Las empresas sobreviven mientras sean competitivas, y la competitividad es una virtud en constante asedio. Durante mi safari por África preferiré a la compañía que me garantiza atención inmediata respecto de la que no lo hace; a la que me entregue la pizza donde yo desee antes que otra. Si una empresa no es capaz de responder a la exacerbada “remotización” de la entrega de productos y servicios, simplemente desaparecerá, y con ella sus empleos.
De acuerdo, asumamos que así es la economía actual. Pero seamos conscientes de lo que este modelo nos reclama cuando estamos en el rol de trabajadores y no en el de clientes.
Quienes tenemos por cometido la estrategia de TI estamos actuando en la “virtualización” de la jornada de trabajo: maximizar la entrega de valor no importa qué, no importa desde dónde, no importa cuándo. Llevamos décadas actuando para facilitar esa “remotización”, para hacer realmente posible el teletrabajo. Y debemos actuar así, porque los clientes esperan sus productos y servicios no importa qué, no importa dónde, no importa cuándo.
Quizá el debate deba ser qué tipo sociedad deseamos.
Galo Carreira es Chief Information Officer en Sincro.