Tradicionalmente, en la antigüedad, se valoraba bastante a los artesanos y a los comerciantes: los primeros, por sus habilidades para fabricar, adaptar, transformar y reparar objetos, y los segundos, porque facilitaban los intercambios de productos y hacían llegar mercancías a lugares muy lejanos de su origen, lo cual hacía la vida algo más cómoda para la gente.
El comercio, incluso, era sinónimo de paz, ya que permitía que muchas personas se ganaran la vida sin necesidad de buscar conflictos o culpar a otros de sus propias desgracias o carencias. Hasta en el Renacimiento se valoraba a los comerciantes y, por ello, no solían interferir en su labor, lo cual facilitaba las transacciones entre unos y otros.
En distintos textos especializados en historia de la humanidad, se menciona que el comercio fue un invento de gran valor para nuestro progreso.
Hoy en día, a través de los autónomos, tenemos a los nuevos artesanos, quienes son capaces de innovar y de impulsar un avance tecnológico importante que facilita la vida de las personas o que mejora la productividad tanto en individuos como en empresas. Pero, además, también contamos con aquellos que arreglan zapatos, coches, ropa o realizan reformas y mejoras en las viviendas; casi todos ellos son autónomos, lo cual confirma la gran diversidad de actividades que este colectivo abarca.
Y, asimismo, está el pequeño comercio, que suele regirse también bajo la figura del autónomo y es el más sacrificado, aunque no por ello menos necesario para proporcionarnos servicios, además de la simple venta de productos.
«No valoramos que podemos tomarnos un café porque ese autónomo está ahí, no valoramos que trabajen largas jornadas para facilitarnos la compra o el consumo cuando más nos conviene».
Sin embargo, parece que la imagen y el trato que se le da a este colectivo —especialmente desde el aumento del comercio electrónico (en el que ya intervienen actores que suelen no ser autónomos)— es de muy poco aprecio y escaso valor.
No valoramos que podemos tomarnos un café porque ese autónomo está ahí, no valoramos que trabajen largas jornadas para facilitarnos la compra o el consumo cuando más nos conviene. Tampoco valoramos su asesoramiento o su trato directo, algo que debería considerarse un gran valor en esta época en que la falta de humanidad nos convierte en rehenes de la tecnología.
Esa ferretería a la que vamos en caso de urgencia, y que está abierta y nos asesora con su experiencia profesional; esa tienda de electrodomésticos donde nos escuchan pacientemente para aconsejarnos sobre la mejor compra para nuestra vivienda; esa asesoría donde resolvemos nuestras dudas y nos ayudan a elegir las mejores opciones… y así habría muchísimos ejemplos más.
No tiene sentido que los comercios o quienes reparan, transforman o adaptan productos no sean valorados por el esfuerzo que realizan.
En España, el 98% de las empresas son pymes (pequeñas y medianas empresas), pero de ese porcentaje, nada menos que el 83,3% son micropymes, es decir, muy pequeñas. La mayoría de los autónomos se encuentra en ese 83,3%, por lo que hablamos de la gran mayoría del tejido comercial y empresarial en España.
Sin embargo, solo se suele hablar del restante 2%, de las grandes empresas y enormes corporaciones.
Por otra parte, se nos olvida que muchos de estos grandes imperios empresariales actuales comenzaron como negocios autónomos; un ejemplo emblemático es el de nuestro querido Amancio Ortega con Inditex, entre muchos otros dueños de marcas grandes y conocidas hoy en día.
Es decir, aparte de valorar más a los autónomos en España, sería necesario apoyarlos, especialmente a los que empiezan, y no verlos únicamente como una fuente de recaudación a través de impuestos ni ahogarlos en la burocracia administrativa de la administración pública.
«Es un grupo muy necesario para canalizar las nuevas empresas que puedan surgir y que, en el futuro, podrían crecer y generar empleos».
Todos los empleados públicos que cobran de la administración deberían saber que estos autónomos, quienes trabajan infinidad de horas más que ellos, están contribuyendo a sostener sus salarios con mucho esfuerzo.
El colectivo de autónomos apenas se da de baja por enfermedad, y es raro verlos en consultas médicas, a las que solo acuden cuando no hay más remedio, a veces demasiado tarde.
Es un grupo muy necesario para canalizar las nuevas empresas que puedan surgir y que, en el futuro, podrían crecer y generar empleos en beneficio de la sociedad, así como contribuir con sus impuestos a construir una sociedad mejor.
Deberíamos apoyarles mucho más y valorarles como se merecen. Así nos iría mucho mejor a todos. Es imposible que existan emprendedores que monten nuevas empresas si, al darse de alta como autónomos, no se sienten apoyados ni valorados por la sociedad ni por los responsables económicos.
José Carrasco es fundador de Azelera Formación y Fersay Electrónica.